VI

Conmovida con la apasionada declaración de Alfonso, sorprendida e indignada por la extraña interrupción de su diálogo amoroso, Clara, después de haber hecho por sus criados algunas averiguaciones acerca de la vecindad de la casa contigua a su jardín, y después de haber dado algunas instrucciones conducentes a la de aclaración del caso, entró en su elegante gabinete y se sentó junto a un velador donde lucia un quinqué con pantalla.

Su primer operación fue abrir con curiosidad el libro de poesías que tenía en la mano, después de admirar su primorosa encuadernación.

Sorprendiose al encontrar en la primera hoja una fotografía, que supuso del autor, y estuvo largo tiempo contemplando la noble y varonil hermosura de aquella fisonomía, revelando inteligencia, pasión y bondad.

No había pasado muchas hojas del libro, cuando la violenta contracción de sus facciones, su ceño, su agitación, demostraban que había sufrido una sorpresa grande, profunda y dolorosa.

En efecto: acababa de leer, casi sin creerlo, c por b la poesía mismísima que Alfonso le entregara como la expresión más pura y sincera de su alma, y asegurándola que la había escrito con lágrimas en los ojos. Aquellos versos la habían penetrado en el corazón, y precisamente en el momento de su mayor credulidad; en el momento en que se libraba del tormento de la duda e iba a abandonarse a la dulzura de la fe y a la expansión de sus afectos, aquellos versos impresos en el libro la revelaban la falsedad de Alfonso: le hacían dudar de sus palabras, de sus protestas y juramentos.

El desengaño era terrible: su corazón, su dignidad, su orgullo, todo se sintió herido ante aquella farsa manifiesta.

— ¡Es un infame! ¡Un falso! ¡Se burla de mi! ¡Me engaña! ¡Dios mío! ¿En quién creer? ¡Esto es horrible! ¡Tonta de mi! ¡Haber creído ! ¡Cómo se estará riendo!...

Y el encarnado de sus mejillas, y el brillo de sus ojos, revelaban su cólera, su asombro, su vergüenza y su resentimiento.

Lo que vulgarmente se llama echar un jarro de agua o caerse el alma a los pies era lo que experimentaba Clara, y en verdad que el agua de aquel desengaño era capaz de apagar el mismo Vesubio que hubiera ardido en su corazón.

Repuesta de su impresión continuó leyendo el libro con avidez, con deleite, con encanto. Con frecuencia marcaba con la uña al margen infinidad de pensamientos, en que hallaba formuladas admirablemente sus propias ideas. Aquellos versos parecían escritos para ella, cual si el poeta hubiera penetrado en el fondo de su corazón y de su mente.

A cada poesía que leía miraba el retrato y sentía una irresistible simpatía hacia aquel poeta tan idéntico a ella, tan apasionado, tan tierno, tan elevado de ideas y sentimientos.

La sonora campana de un reló de sobremesa dando las tres la hizo volver en sí. Se hallaba en la última página del libro; le había devorado casi hoja por hoja, y sentía una especie de calma indecible. Aquellos versos habían templado su ira, serenado sus ideas. La poesía, que es el consuelo de las grandes almas, había mitigado el dolor de su herida.

Reflexionó sobre lo que había leído y construyó mentalmente la historia del poeta, narrada en dulcísimos versos. Sacó en limpio que Gonzalo era guapo, joven; que era noble, huérfano y pobre; que tenía un gran corazón y una gran inteligencia; que era vehemente, tierno; que lloraba y padecía; que ambicionaba la gloria; que adoraba a una mujer hermosa y opulenta, y que su pobreza le obligaba al tormento del silencio y la resignación: historia tan sencilla como frecuente en el mundo.

Unas doscientas páginas le habían hecho íntima amiga de Gonzalo de Aguilar. Hubiera querido en aquel momento poder hablar con él, y se proponía buscar modo de conocerle.

— Si fuese verdad todo lo que este poeta dice, este hombre sería mi media naranja; pero...

Aquel pero contenía toda la desesperada filosofía de Clara, que levantándose y preocupada se acostó sin hablar, contra su costumbre, con su doncella Pilar, quien revelaba en sus soñolientos ojos que había leído las poesías de Morfeo mientras su ama las del vecino poeta.

Cuando Clara quedó a oscuras, sus ideas, sus dudas, surgieron con nueva fuerza en su imaginación. Después de abrumar de improperios mentales a Alfonso, pensó si quizás no era tan falso como parecía; si habría copiado los versos como expresión de sus sentimientos, y aquella mentira inocente era disculpable por la intención.

Fluctuaba su pensamiento entre los nombres de Alfonso y Gonzalo, y en su tremenda duda se acordaba de esta estrofa :

La muerte no da pavor

Al pecho firme y constante,

Sólo es verdadero amante

El que muere por su amor.

— ¿Habrá algún hombre capaz de morir por amor? Todos lo dicen: ¿habrá alguno que lo haga? ¿Tendrá razón este poeta? ¿Será esta la única prueba del verdadero amor?

Si; indudablemente para mí ya no hay otra prueba posible. Yo necesito saber si hay algún hombre capaz de matarse por mí. ¿Será Alfonso capaz de esta prueba? ¿Cómo haría yo para saberlo?

¡Ah! mañana lo sabré, — se dijo después de cavilar un rato. — La prueba es chistosa y atrevida, pero.... mañana sabré si merece mi amor o mi desprecio. Mañana creeré, o quedaré vengada de su engaño.

Y dando una vuelta se acurrucó, y después de agitadas reflexiones que la desvelaban, logró quedar profundamente dormida.

Casi al mismo tiempo que ella, se dormían en sus respectivas camas, Alfonso después de meditar sobre su comprometida y difícil situación; Gonzalo después de deplorar su arrebato, apurar la hiel de sus celos, e idear el modo de recuperar sin peligro su querido y único tomo de poesías.

Mientras ellos duermen, filosofemos nosotros un instante, lector, y si no te gusta la filosofía, duérmete tú también con la lectura de algunos renglones de metafísica que quiero aquí dedicarte.

Hay en los admirables diálogos del gran Platón uno, más interesante que muchas novelas, titulado El Banquete. Uno de los concurrentes al banquete de Ágathon.

 desarrolla la singularísima teoría de los Andróginas; mito que supone que al principio los hombres eran dobles. Cada hombre se componía de dos hombres, y cada mujer de dos mujeres, unidos por la piel del vientre: había, además, otra raza en que cada criatura se componía de hombre y mujer, igualmente unidos. Estas razas eran tan fuertes que intentaron, como los gigantes, escalar el cielo, y Júpiter, para castigarlos y debilitarlos, los dividió por la mitad, encargando a Apolo que curase y arreglase aquellos desperfectos, como en efecto lo hizo aquel celeste cirujano, sin exigir un cuarto por tan difícil operación.

Desde entonces cada cual somos una mitad de hombre que ha sido separada de su todo. Nuestra naturaleza era una; éramos un estado completo, y el amor no es otra cosa que el deseo, la prosecución de este antiguo estado.

El hombre, en realidad, es un numerador que busca su denominador mujer para formar la unidad de la criatura. Cualquiera que sea el valor de un número, poniéndole su igual por denominador formará la unidade.

El hombre es Adán-Eva: la pareja es el entero.

La teoría platónica es sobre todo aplicable al alma. Todos tenemos en el mundo nuestra mitad, nuestro acorde, nuestro complemento. El amor es sólo una armonía. Si encontramos un alma más o menos afine con la nuestra, somos más o menos dichosos.

Sólo cuando hallamos el alma idéntica, alcanzamos y realizamos la suprema armonía de la felicidad perfecta.

Así como toda enfermedad tiene una medicina que la torna en salud, así la dolencia innata del espíritu se resuelve en placer al contacto amoroso de un espíritu hermano.

Todos de niños hemos solido partir cortezas de pan, y uniendo las dos mitades que quedan completamente adheridas hemos preguntado: ¿por dónde está partido?

Esta infantil puerilidad es la verdadera imagen de la unión de dos almas: ser dos y parecer una; unirse sin que se conozca el vínculo ni la trabazón; identificarse sin perder cada cual su respectiva unidad.

Toda esta metafísica está contenida en la frase titular de esta historia: La media naranja.

Gonzalo había presentido en Clara su media naranja.

Clara había vislumbrado en Gonzalo su media naranja.

Un hilo de araña existía ya entre aquellas dos mitades. Un tropiezo podía romperle; una casualidad podía convertir el hilo en cadena de acero.

¿Se unirán las dos medias naranjas?

Allá lo veremos.

Entre tanto, perdón por esta filosofía y vamos al cuento, que es lo que nos interesa.